lunes, 15 de agosto de 2011

OCIO VERANIEGO, REFLEXIONES OCIOSAS

Ocaso de la socialdemocracia y cansancio de la Revolución Cultural
Publicado el 15 de agosto 2011 en CapitalMadrid.com
Antonio Sánchez-Gijón.– El malestar de Occidente tiene causas inmediatas que resulta fácil desagregar en sus componentes y fases. Por un lado están sus elementos económicos: crisis bancaria, crisis del sistema fiduciario, crisis de la deuda y de los déficits nacionales. Por otro están los síntomas de una crisis ideológica: rebelión conservadora en los Estados Unidos, rebeldía juvenil y criminal en el Reino Unido, movimiento 15-M en España, y hasta si se quiere el desnortado terrorismo de un alucinado noruego. Todo tiene por telón de fondo una crisis política, que en Europa ha supuesto que los gobiernos socialistas hayan casi totalmente barridos, y en los Estados Unidos que el liderazgo del presidente Obama haya llegado al final de su mandato con muestras de agotamiento.


Quede para un filósofo de la historia determinar si todos esos síntomas se corresponden con el diagnóstico spengleriano de la decadencia de Occidente. Más modestamente, un europeo observador habitual de lo que pasa se contentaría con arriesgar este diagnóstico: la socialdemocracia está en crisis y ya no puede seguir dando cuenta del futuro europeo. Y no lo puede hacer porque los supuestos tecnológicos y la infraestructura material sobre los que se levantaba ya no están ahí. Eran éstos la producción en masa de bienes standarizados, por obreros igualmente standarizados por su tipo de formación profesional, sus habilidades y su encuadramiento regular en sindicatos, todos protegidos por leyes rígidas de aplicación universal, y un sistema de bienestar social incondicionalmente concedido.

Se trataba en su día de un modelo creado para dar satisfacción al espíritu reivindicativo de los trabajadores "de mono", aparecido y difundido en los tiempos en que la mano de obra suponía el 55% del precio del producto final. Hoy día ese costo laboral se ha reducido ¿al 20%, al 11%? También el trabajo de cuello blanco empieza a estar amenazado por los automatismos de la digitalización y la robótica, gracias al software creado por unos cuantos cientos de miles de tecnólogos de la informática. Marchamos hacia la sociedad post-industrial; o puede que ya estemos en ella pero aún no nos hemos dado cuenta.

Tan pronto como los gobiernos europeos, tanto socialistas como conservadores, se sintieron, a finales de los años noventa del siglo pasado, satisfechos por haber alcanzado lo esencial de los programas socialdemócratas (las famosas "conquistas sociales" que, en su ocaso, el gobierno español nos remacha cada día), empezaron a darse cuenta de que los rendimientos sociales y materiales de la producción ya no daban para pagar tantas conquistas. Entonces, bajo el temor de perder las bases electorales de su poder, el programa socialdemócrata se reinventó a sí mismo adoptando una ideología convenientemente apellidada progresista, que trató de llevar a la sociedad a una reforma de las costumbres para la liberación de todas las alienaciones: culturales, religiosas, consuetudinarias, sexuales, estéticas, etc.

En este sentido, en Europa, pero especialmente en España con los gobiernos del Sr. Rodríguez Zapatero, hemos vivido una especie de Revolución Cultural, que en su estructura social e ideológica no se diferencia mucho de la lanzada por Mao Tse Tung en los años sesenta del siglo pasado, después de que el sistema de producción comunista por él mismo impuesto, encontrara sus límites materiales: unos límites que no daban siquiera para alimentar a las masas. Si en China la Revolución Cultural trató de

erradicar cualquier residuo de la cultura tradicional basada en el confucianismo, en Europa, y especialmente en España, se trató de relativizar o pasar por alto una serie de valores convencionalmente arraigados, y que habían conformado históricamente la familia, los usos sociales, el sentido de identidad nacional, etc. Así, la familia se contrajo a un pacto de mutuas conveniencias, la nación se vio como un concepto discutido y discutible, y la unidad nacional, en lugar de ser "un plebiscito cotidiano", se hizo el precipitado aleatorio y provisional de unas combinaciones electorales. Y en toda Europa, la noción de unidad cultural, basada en la referencia que casi todas sus sociedades hacían al origen común en la Grecia y la Roma clásicas y en el cristianismo, quiso fundamentarse sobre el abstracto modelo del humanismo kantiano, universal, para el que los atributos culturales de las personas deben ser protegidos contra cualquier valoración nocionalmente discriminatoria, porque, como ya se sabe, todas las culturales valen lo mismo. Es el multiculturalismo, que en Europa levanta áspera oposición en capas cada vez más amplias de la opinión pública, pero que en España nunca nos llevará a la división social o política porque felizmente practicamos los postulados de la Alianza de Civilizaciones..., o eso nos aseguran.

Pero contendré este discurso mental, propio del ocio del verano, si no quiero meterme en berenjenales metafisicos. Y me detendré en la Revolución Cultural y en la salida que el genio chino supo darle a aquel disparate, gracias también a un hombre genial, el humilde y sabio Deng Xiao Ping, que asumió el liderazgo de China a poco de la muerte de Mao. Hombre práctico, Deng tenía una filosofía muy simple: "Lo que necesita el tiempo presente es poner orden en todas las cosas. La agricultura y la industria necesitan ser puestas en orden, y las políticas cultural y artística también deben ser reajustadas. Ajustar es poner las cosas en orden. Al poner orden en las cosas tratamos de resolver los problemas de las áreas rurales, de las fábricas, de la ciencia y de la tecnología, y los de todas las otras esferas". Para Deng, la modernización de China sólo podía lograrse a través de la ciencia y la tecnología, las cuales, a su vez, sólo eran posibles a través de la educación.

Mirarse en el espejo

Esta filosofía de gobierno tan básica, tan elemental, gracias a la cual China pudo regenerarse tras los desastres de la Revolución Cultural, quizás pueda ser de alguna utilidad para los pretendientes a gobernarnos a partir de las elecciones de noviembre. Ya sabemos que la base material de nuestra producción social y económica ya no da más de sí; también sabemos por Deng que la modernización sólo se alcanza gracias a la ciencia y la tecnología, y que éstas dependen de la educación. Y que la educación española es un desastre sin paliativos: calidad de la enseñanza primaria en un ranking de 139 países, puesto 93; enseñanza secundaria y profesional, puesto 107; matemáticas y ciencias, puesto 114.

Hay, pues, que sacar mediante la educación a una grandísima parte de nuestra juventud de su particular revolución cultural, consistente en una tendencia instintiva al desaseo al ruido, al mal gusto de las pintadas, a la procacidad e incompetencia del lenguaje, el abandono escolar, reflejo todo ello de la pérdida de autoridad de familias y maestros, de la que familias y maestros son responsables, pero no sólo ellos.

Pero volvamos a lo de las bases materiales sobre las que debe construirse cualquier programa de estado de bienestar. Un desarrollo basado en el conocimiento hará que gran parte de la juventud "beneficiada" por la revolución cultural que sufrimos sea prácticamente inempleable, si no se la recicla por métodos hasta cierto punto coercitivos; por ejemplo, quitándole beneficios del estado de bienestar. Y poner como

horizonte de la juventud muy o medianamente preparada la innovación tecnológica, comercial, fabril, la inventiva y el espíritu emprendedor. ¿Por qué nuestros candidatos a la presidencia del gobierno no se pasan unos días estudiando los centros tecnológicos de Berlín, o el Instituto Skolkovo de Moscú o de Silicon Valley, o cualquier centro de excelencia en enseñanza media, y nos dan muestras de que intentan ponerse al día sobre el mundo post-industrial y post-revolución cultural que se nos avecina, después de que la social-democracia, al agotarse, nos haya dejado en la estacada?


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