domingo, 17 de julio de 2011

Publicado en Capital Madrid.com el viernes 15 de julio de 2011


GEOESTRATEGIA

Caso Faisán, los peligros de la Fiat Iustitia, pereat mundus

Antonio Sánchez-Gijón.– En los siglos en que se practicaba la guerra de sitio, cuando una plaza fuerte, castillo o fortaleza se encontraba al limite de su resistencia, o cuando dos ejércitos exhaustos encontraban más racional negociar una tregua que continuar los combates, los jefes enemigos capitulaban. Capitular se entiende vulgarmente por entregarse una plaza o rendirse un ejército al jefe militar enemigo, pero ésta es una acepción restrictiva. Capitular significa legalmente establecer las condiciones para un arreglo transitorio entre contendientes, sobre el campo de batalla, el cual arreglo queda ad referendum del poder soberano, cualquiera que sea éste: rey, príncipe, gobierno, etc., con vistas a un arreglo o tratado de paz.

¿Pueden verse las negociaciones del gobierno español con la banda terrorista ETA como una capitulación (insisto, no necesariamente en el sentido de rendición de uno u otro)? Sí. Aquí se trataba de que ETA "entregase las armas" (así se nos aseguraba por parte del gobierno del Sr. Zapatero), como quien entrega una plaza sitiada, a cambio de un arreglo político que pudiera ser refrendado por el soberano, esto es, por el parlamento español.

El problema de este tipo de instrumento legal es que tiene una relación muy remota con la justicia. Las capitulaciones son soluciones transitorias, prácticas, dependientes del aquí y ahora, es decir, de la oportunidad. Pertenecen a un orden estrictamente político, no moral. La Justicia (así, con mayúscula), mira las capitulaciones de reojo, con suspicacia, porque una capitulación no sanciona el crimen contra las vidas ni la destrucción de bienes de todo tipo.

En unos siglos en que el rey o príncipe era también el juez supremo, esto no presentaba mayor problema: el soberano podía elegir entre ser el árbitro de los intereses en conflicto, asignando a sus súbditos pérdidas y ganancias según su propia conveniencia política, o bien ser el magistrado de una justicia imparcial y desinteresada. En los estados con separación de poderes, como los de naturaleza liberal-democrática, esta dualidad desaparece: la Justicia, en su acepción institucional, tiene el derecho y el deber de juzgar sobre castigos y sanciones, de acuerdo con criterios puntillosamente establecidos por los códigos, y ha de ser indiferente a los intereses del titular del poder político.

Es lo que ha ocurrido en España con el "caso Faisán", traído al foro de la justicia por la decisión del juez Ruz, de abrir proceso por colaboración con banda armada, etc., etc., contra dos altos jefes y un oficial de la policía. Si trasponemos estos protagonistas del Faisán a figuras propias de la guerra de sitio, diría que los dos jefes policiales superiores encarnan la del mariscal de campo del ejército sitiador, o si se prefiere la del gobernador de una plaza sitiada, y el oficial que entregó el dichoso teléfono al dueño del bar Faisán, para avisarle del peligro de ser detenidos que corrían unos agentes de ETA, lo identificaré con el "heraldo", el personaje que llevaba los mensajes cruzados entre sitiados y sitiadores, con vistas a abrir negociaciones de capitulación, o a informar a la otra parte de las incidencias de su cumplimiento. Una de sus funciones podía ser la de dar seguridades de que la capitulación seguía en pie, en contra a veces de las apariencias de haber sido violada.

Capitular no es, claro está, lo mismo que negociar la paz o el armisticio. Una capitulación sólo pretende establecer las condiciones o principios sobre los que se abrirán las negociaciones políticas. Las capitulaciones requieren un mínimo de buena fe por parte y parte, por lo menos en cuanto a la voluntad de las dos de llevarlas adelante. Las dos se reconocen mutuamente el derecho de hacer o no hacer determinadas cosas: por ejemplo, rearmarse o no rearmarse mientras se negocia, recibir refuerzos o excluirlos, establecer plazos para la entrega de la plaza o la evacuación de los ejércitos, etc.

Hace falta, pues, saber qué requisitos se establecían en la capitulación entre ETA y los jefes policiales para llegar a la negociación de desarme, o a la paz, o a lo que fuese su propósito. Sin duda prohibirían "tous les exploits de guerre d'une part et de l'autre", como dice la tregua y abstención de guerra entre Carlos I de España y Francisco I de Francia para el sitio de Teroüane, en 1537. Por otra parte, es perfectamente concebible que los dos altos mandos policiales que nos ocupan percibiesen el peligro de que su "buena fe" quedase comprometida si una sección de la policía, no impuesta de la negociación con ETA sobre ese particular punto, llevase a cabo un "exploit de guerre" contra la organización terrorista, como la detención de su aparato de exacción financiera en un momento, considerado no oportuno, del proceso negociador.

En el pasado histórico, la violación de cualquiera de las condiciones de capitulación autorizaba a dar por nulli et non facti la validez de lo capitulado (Brescia 1515). Así que, desde este punto de vista, habría que relativizar el significado del gesto de dar aviso del operativo policial, pues es posible que se estimara estar protegiendo un bien superior: el mantenimiento de ese mínimo de buena fe y la confirmación de la voluntad de seguir negociando.

Naturalmente, estas observaciones sobre los aspectos formales del caso Faisán no dicen nada sobre la imprudencia política de negociar con ETA, como acabó por demostrar el atentado de la T4, y sobre el acierto o desacierto de ofrecer a través de Bildu una vía de expresión política legal a la ideología de ETA, con la esperanza de que constituya una alternativa a la vía del terror. En esto, el gobierno se la juega, pero es a él a quien corresponde juzgar la oportunidad de su acto político.



Justicia y política: anverso y reverso

Judicializar decisiones políticas equivale casi siempre a restringir el ámbito de competencias de los ejecutivos. Nada pone más en evidencia esto que la doctrina en que se inspira la Corte Penal Internacional, instituida en La Haya en 2002. La amenaza de actuar penalmente contra los líderes de conflictos armados a los que se acusa de crímenes contra sus propios pueblos priva a los gobiernos interesados en la restauración de la paz del recurso a la capitulación, es decir, la capacidad de ofrecer alguna forma de inmunidad a cambio de su pronta terminación.

Puesto contra las cuerdas, el presunto criminal hará lo posible por prolongar el conflicto, elevando la probabilidad de que la población sufra aún mayores perdidas humanas y materiales. Hay casos en que fiat iustitia, supone pereat mundus. Un ejemplo es el de la declaración del coronel Gadafi como reo del Tribunal Penal Internacional, lo cual constituye un incentivo para la resistencia a ultranza que está ofreciendo a la coalición internacional y a los rebeldes. Siguiendo ese precedente habría que judicializar los tratos de capitulación con la mitad o más de los líderes nacionales de la Tierra.

Este ardiente celo judicial lo muestran algunos, incluso cuando ya el conflicto ha encontrado una salida y solución política. El caso más egregio es el del juez Baltasar Garzón, que dictó una orden de detención internacional contra el general Augusto Pinochet, ex-presidente de Chile, cuando éste se había retirado del mando y la transmisión de poderes se había producido por medios democráticos impecables.

Este juez, curiosamente, ha sido protagonista, en dos fases o alternativas, del enfrentamiento del estado con ETA: primero en su denuncia y persecución de los crímenes de los GAL, durante el gobierno del Sr. González, y recientemente guardando en un cajón durante dos años de celo reprimido el expediente Faisán, activado por el juez Ruz. La judicialización de la política suele ir acompañada de su reverso: la politización de la justicia.

Antonio Sánchez-Gijón es analista de asuntos internacionales

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